“El poder depende del control de la comunicación. El contrapoder de romper dicho control (…) Las redes de comunicación procesan el conocimiento y las ideas para crear y destruir la confianza, la fuente decisiva del poder.” Manuel Castells
Vivo en Catalunya hace casi 17 años. Cuando llegué desde Buenos Aires a inicios de 2001 el independentismo me parecía una rareza y se escuchaban muy pocas conversaciones en ese sentido. La prioridad era la defensa de la lengua catalana. Nadie en el nacionalista partido de gobierno de Convergència i Unió hablaba de independencia en términos reales. Se trataba de un aspiracional a futuro. Incluso, el unionista PSC se convirtió en gobierno de la Generalitat en 2003, aliado con ERC -el único partido político claramente independentista-. Esto demostraba que la independencia tampoco era un reclamo en la coyuntura política o ciudadana de 15 años atrás. La paz social se empezó a romper en 2005 por responsabilidad directa del Partido Popular, liderando el rechazo al nuevo Estatut d’Autonomia de Catalunya, aprobado por el parlamento catalán y avalado por la sociedad en referéndum en junio de 2006, con el 74 % de votos a favor. Fue en ese 2006 que comenzó la actual y dura batalla por la comunicación y la narrativa identitaria, con manipulaciones y malas prácticas de ambos lados.
Una década después, las preguntas son: ¿quién lleva la razón? ¿en quién confiamos como ciudadanos? ¿Es posible la convivencia si el Estado español no cede en algo? ¿Hasta dónde se amplificará el necio diálogo represión (en nombre de la legalidad) vs resistencia (en nombre del pueblo). En su Culturematic, Grant McCracken afirma que “el orden presente de las cosas no es el inevitable orden de las cosas.” Esa afirmación vale para la construcción cultural, así como para la construcción del imaginario colectivo. El apoyo y consenso hacia el statu quo por parte de todos los ciudadanos de un país se construye en el consenso comunicacional -y en la presencia del aparato represor del Estado y su justicia-. Cuando este consenso desaparece, el poder se reconfigura y tiende a nacer lentamente un nuevo status. Eso está sucediendo en Catalunya en este intenso 2017. El independentismo -marginal desde la transición hasta 2006- se ha convertido en la fuerza política y emocional mayoritaria en Catalunya. Mi vida cotidiana en la región me indica que se consolidará y probablemente crecerá a partir del encarcelamiento del Govern de Catalunya y otras acciones represoras que se esperan del Estado.
Pero no se trata de Puigdemont y Junqueras, como antes no se trataba de Artur Mas. “Las naciones no son otra cosa que actos de fe·, decía Jorge Luis Borges en su libro Miscelánea. Se trata de una mayoría de la sociedad catalana -por lo menos el 48%- rechazando el statu quo y dando la batalla en la comunicación, frente a un mensaje oficial desde Madrid incapaz de generar ningún tipo de empatía en los catalanes que deciden república independiente. Pienso en el portavoz del Grupo Popular en el Congreso, Rafael Hernando, por mencionar solamente uno de los unionistas con mayor visibilidad y agresividad. “El mensaje solo es eficaz si el receptor está dispuesto a recibirlo y si el mensajero es de fiar” afirma Manuel Castells. La narrativa en Catalunya hoy es el macropoder del Estado español contra el micropoder en los pueblos y ciudades de Catalunya. Así asignados los roles, la batalla de la comunicación está ganada por el independentismo. El status es inherentemente relacional. Las personas quieren sentirse parte de las cosas y la netocracia independentista tiene a su servicio redes eficientes de todo tipo, analógicas y digitales. Los ciudadanos movilizados a favor de la república independiente -como diseñadores y ejecutores de las redes sociales más activas en Catalunya- rechazan la configuración institucional, afectando aún más el poder de la política central del Estado.
El principal argumento de este artículo es que el Partido Popular y el statu quo español han perdido en Catalunya la batalla cultural, narrativa y comunicacional de la natural pertenencia de Catalunya a una única nación española. El poder funciona más cómodamente con el diseño de reglas de inclusión. Pero no es el caso del Partido Popular en el gobierno, que juega por la exclusión, ignorando los reclamos de la mitad del electorado catalán. Su único argumento hoy es la legalidad: la acción de la justicia junto al poder represivo del Estado. Pero así no se gana una batalla cultural y comunicacional. El independentismo ha diseñado una estrategia ganadora y una narrativa que invita a soñar por algo nuevo y emocionante. Y los contenidos emocionantes tienden a ser más compartidos. Así, concentran su energía en empoderar a los ciudadanos en el ámbito hiperlocal, diseñar redes horizontales provisionales en búsqueda de un objetivo principal: un referéndum de autodeterminación, legal y pactado con el Estado. Además lo están haciendo en paz y sin expresiones de violencia, como no ha sucedido durante dos décadas en Euskadi.
La narrativa independentista ha construído con gran eficacia su propio caballo de Troya. Esta narrativa es irresistible en la economía de la atención. La notoria carencia de empatía del gobierno Rajoy con la mayoría de ciudadanos de Catalunya -más del 80% desean la realización de un referéndum- hace prever que no volverá la convivencia y la paz social por mucho tiempo, quizás décadas. Decía hace unos días en Twitter, Pablo Echenique -uno de los líderes de Podemos-: “Antes de que el PP empezara a sembrar odio contra Catalunya, 400.000 personas votaban independentismo. Hoy son 2.000.000.” Sigan así y superará el 50% de los votos muy pronto.” La contranarrativa adecuada del Estado español sería convocar a un referéndum y mimar a los catalanes, explicándoles las bondades de seguir juntos en un único Estado. Después están los que votaremos que SI o que NO, pero esa ya una nueva batalla de comunicación. La imposibilidad es a veces la razón de nuestras preferencias. Enfrentándonos a la posibilidad concreta de elegir monarquía constitucional española o república independiente catalana, el debate social quizás vuelva al campo de las ideas.
Los estrategas del Gobierno y de la Monarquía española deberían leer el tratado “Comunicación y Poder”, de Manuel Castells (2009). Allí, el prestigioso sociólogo señala que “las relaciones de poder se construyen en la mente a través de los procesos de comunicación” (…) Hay aceptación de las condiciones de los sujetos al poder. Cuando este consenso se rompe, la relación de poder cambia.” Castells afirma que “el poder para hacer algo, es siempre el poder de hacer algo contra alguien o contra los valores e intereses de ese alguien“. Alejandro Piscitelli alguna vez me dijo que pensar es pensar contra alguien.
Las redes digitales hacen que gran parte de la comunicación política en 2017 sea plebiscitaria y sin intermediaciones. Como ciudadanos, prestamos la misma atención y valor a la editorial de El País que a lo que opinan nuestra cámaras de eco en Facebook. Castells considera que la política y las redes burocráticas “han perdido poder en detrimento de las múltiples redes ciudadanas, mucha de ellas globales”. Una de las hipótesis más relevantes del ensayo Comunicación y Poder es que las estructuras verticales del Estado siempre fueron más poderosas porque en la era pre-digital eran más eficientes para construir poder. En cambio, las redes horizontales y participativas eran ineficientes y muy lentas para construir nodos y actuar. Para Castells “la superioridad histórica de las organizaciones verticales jerárquicas sobre las redes horizontales se debe a que las organizaciones sociales en red tenían límites materiales que vencer, fundamentalmente en relación con la tecnología disponible. La fuerza de las redes radica en su flexibilidad, adaptabilidad y capacidad de autorreconfiguración”. Alguien en el poder de Madrid debería tomar nota de esta lectura sociológica.
En su ensayo sobre la verdad social, Chuck Klosterman (2016) analiza que “toda idea presente del mundo es inestable. Lo que consideramos verdad -objetiva y subjetivamente- es provisional. La problema es que reevaluar desde el propio presente lo que hoy consideramos verdad es muy difícil.” Desconfiemos de las narrativas objetivas. En la batalla de la comunicación política e identitaria, no se trata de quien tenga la razón o quién posea la verdad histórica. Dado que los opuestos no se escuchan mutuamente, el debate político actual es solo un teatro para afirmar las posiciones preexistentes. Los medios se favorecen con sus audiencias sesgadas oyendo lo que quieren oir.
Para Cass Sunstein (República.com, 2001), los grupos deliberativos tienen una dificultad originaria: amplifican los errores de sus miembros, tienden a polarizar sus opiniones y propician comentarios superficiales de apoyo o rechazo sobre temas complejos que deberían ser tratados con mayor generosidad hacia el que piensa distinto. Una estrategia innovadora de comunicación social del Estado español sería dejar de fomentar el pensamiento único y su consecuente polarización -solo me comunico con quienes piensan igual que nosotros-. Dejar de amplificar ese mal comportamiento de la polarización y propiciar un diálogo constructivo con los divergentes. Quizás ya sea demasiado tarde, pero tendrá una segunda oportunidad si algún día se realiza el referéndum de autodeterminación. En una excelente conferencia TEDx, Wael Ghonim -uno de los líderes egipcios de la primavera árabe- señala que el gran cambio de la nueva era de redes sociales ciudadanas sería dejar de promover un monólogo cámara de eco entre iguales basada en opiniones tajantes sin derecho a réplica, y propiciar la meditación, el civismo y premiar la comprensión mutua. Estamos muy lejos de que eso suceda. El pensamiento único hace que las personas seamos menos capaces de trabajar conjuntamente en los problemas compartidos.
Es evidente que el independentismo catalán no quiere una España futura. Pero lo más grave es que, con su estrategia comunicacional de la última década, el gobierno español está paradójicamente haciendo muchísimo daño a la España futura. Y es hora de que el ciudadano extremeño, andaluz, manchego o gallego tome cuenta de esta anomalía.